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El Negro de Pedro El Grande -Alexander Sergeyevich Pushkin

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Entre los jóvenes enviados por Pedro el Grande a países extraños con el fin de adquirir conocimientos, imprescindibles para un estado modernizado, figuraba su ahijado, el negro Ibrahim. Estudió en una escuela militar de París, se licenció como capitán de artillería distinguiéndose en la guerra de España y regresó gravemente herido a París. El emperador, aun en medio de su vasta tarea, no dejaba de interesarse por su favorito. Siempre eran halagüeños los informes que recibía sobre su conducta y sus éxitos. Tan complacido estaba Pedro, que más de una vez lo llamó para que regresara a Rusia, pero Ibrahim no tenía prisa. Se excusaba poniendo diversos pretextos, la herida unas veces, el deseo de perfeccionar sus conocimientos o la falta de dinero, otras; y Pedro, indulgente con sus demandas, le pedía que cuidara la salud, le agradecía su celo por los estudios y, aunque extremadamente cuidadoso con sus propios gastos, no escatimaba para él su tesoro, añadiendo a las monedas de oro consejos paternales y exhortaciones a la prudencia.Según atestiguan todas las notas históricas, nada podía compararse con la alegre frivolidad, la locura y el lujo de los franceses de aquella época. Los últimos años del reinado de Luis XIV, marcados por la estricta devoción de la corte, la seriedad y la decencia, no habían dejado ni rastro. El duque de Orleans, que combinaba muchas cualidades brillantes con vicios de toda clase, no poseía desgraciadamente ni sombra de hipocresía. Las orgías del Palais Royal no eran un secreto para París; su ejemplo era contagioso. Por aquella época apareció Law; la codicia por el dinero se unía a las ansias de placer y de dispersión; las propiedades desaparecían; la moral se extinguía; los franceses reían y hacían sus cuentas, mientras el estado se desintegraba acompañado por los estribillos juguetones de los vaudevilles satíricos.
Entretanto la sociedad presentaba un cuadro de lo más interesante. La educación y la necesidad de divertirse habían acercado los diversos estados. La riqueza, la cortesía, la fama y el talento, la misma rareza, todo cuanto daba alimento a la curiosidad y prometía diversión se aceptaba con la misma benevolencia. La literatura, la ciencia y la filosofía abandonaban sus silenciosos despachos y aparecían en el círculo del gran mundo para servir a la moda dirigiendo sus gustos. Las mujeres reinaban, pero ya no exigían adoración. La amabilidad superficial había sustituido al profundo respeto. Las travesuras del duque de Richelieu, el Alcibíades de la nueva Atenas, pertenecen a la historia y dan idea de las costumbre de la época.