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Todo al Vuelo - Ruben Dario

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En la terraza del Valchette, o desde algún banco del Luxemburgo, me fijo singularmente en los exóticos que desfilan. Y me llama sobre todo la atención el negrito del panamá, un negrito negro, negro, con un panamá blanco, blanco. Es un negrito delgado, ágil, simiesco, orgulloso, pretencioso, pintiparado, petimetre, suficiente, contento y como danzante. París contiene varias clases de hijos de Cham, pero este negrito a ninguna de ellas pertenece. No es, seguramente, el célebre payaso Chocolat, que ha recibido recientemente una medalla por haber ido muchos años a divertir con saltos y muecas a los niños pobres de los hospitales y asilos; no será, por cierto, Koulery Ouníbalo, príncipe Gleglé, hijo del rey Behanzin Cortacabezas, que puede verse reproducido en cera en el Museo Grevin, y del cual príncipe, que ha servido como buen soldado a Francia, no ha vuelto a acordarse el Estado que depusiera a su padre; no será, de ninguna manera, el diputado por la Guadalupe, Legitimus, que ha pasado ya los años de la alegre juventud; no será, sobre todo, el estupendo Johnson, que desquijarró a Jeffries en Yanquilandia y cuyo retrato y «sonrisa de oro» han popularizado las gacetas. ¿Quién será, entonces, este negrito pintiparado que camina en se dandinant; y dodelinant de la tête? A veces va solo; a veces con otros compañeros de color, pero que no tienen sus manifestaciones de holgura ni su cándido jipijapa; a veces, en compañía de una moza pizpireta del quartier, una de esas trabadas calipigias que andan hoy por la moda en perpetua gymkana.
Como no estamos en los Estados Unidos, la muchacha jovial que ama los oros no gradúa ni los relentes ni los inconvenientes de la mayor o menor cantidad de betún de su acompañante. Hay un hecho innegable por su apariencia: ese negrito es rico. Debe quizá poseer cañaverales en alguna Antilla; o bien su bien provista cantina en tal ciudad del Congo; o bien sencillamente será algún banquero, esto es, un negro tratante en blancas para Colón, para Jamaica o para Trinidad. ¡Vaya usted a saber! Mas lo que llama la atención es su suficiencia, su aplomo y un mirar y un sonreir donjuanescos... Niger sum sed formosus... Pasan los amarillos, casi siempre de dos en dos o de tres en tres, con o sin sus amiguitas respectivas. Un buen conocedor podría distinguir a los chinos de los japoneses. Parecidas son sus caras pálidas, sus ojos más o menos circunflejos, saltones o perdidos en una adiposidad o como insuflamiento de fluxión, serios o risueños, con rasgos huyentes o definidos como los de las máscaras de su tierra. Les hace falta el kimono, o la blusa extremoriental, pues los jaquetes o las americanas les quedan siempre arrugados y flojos, gritando su origen de la Belle Jardinière o de la Samaritaine. Y en el coro de las peripatéticas del Barrio se ve que no echan de menos ni sus chinitas, sus congais o sus musmés y geishas. Pasan los turcos, griegos, levantinos, con aspectos sudamericanos, y van a comer su pilaf, su kiebab, su baklava y su leche cuajada a los comedores de un franco veinticinco que hay en la rue des Écoles. Y las parisienses estudiantófilas van con todos contentas, a cambiar su fácil amorío por esos amoríos de distintos colores, olores y sabores, pues el yen y la dracma se funden en el áureo luis de Francia.